Se estaba Fray Dióxido de Ambéres
mezclando metaloides al ojeo,
cuando escuchó el horrísono aleteo
de una descomunal banda de ampéres.
“¡Atrás, abulakiún, átomo ateo,
licantrodonemuá de bereberes!”
Esto dijo lanzando a los lémures,
puñado de eiromons y piedres dures.
El hombre que curaba los espejos,
y enseñó a caminar a las encinas,
tomaba a las estrellas por sobrinas
y a las mónadas mismas por vencejos.
Combatía el Big-Bang con tagarninas
y a Dios con infusión de catalejos.
Otras veces dudaba y se dormía
sin apagar la luz de la entropía.
Eran las noches de los rafaeles,
de las serenas máquinas leonardas,
se envenenaban entre los laureles
los serventesios y las avutardas.
Allí sembró Jesús diez mil jureles,
allí te unciera, en bosque de alabardas.
Cuando por fin soñó que era difunto,
lo despertaron a las siete en punto.
Te ofreceré de Newton, la manzana,
la lira y arco del oscuro griego.
Te aguardaré silbando “el amor brujo”
o invocando a los dioses del orujo.
Las tan reales, dulces transparencias,
que un niño convirtió en dorado mosto.
Abrir las puertas que el verano cierra,
es bendecir la luz y a amar la Tierra.